La farsa épica del Jardín Renacentista

 

Entre otras varias tendencias está sin duda el arte de la topiaria, venerado en muchos casos por sus formas rectas y quietas cual esculturas o en forma de nubes, ondas globosas y en movimiento; la topiaria es un recurso fundamental en el diseño de jardines. Es el Renacimiento en la Jardinería.

La formas verdes e inmutables de la topiaria dan una increíble fuerza al jardín. Integran en un sólo elemento o material multitud de funciones y usos, un sinfín de características que los hace muy deseables a la hora de crear la estructura y la base decorativa de muchos jardines. Pero, ¿qué pasa con las flores?

 

Los setos enmarcan el paisaje, te guían en una dirección, dan volumen y masa, juegan con las tonalidades de verdes –el color intrínseco de la naturaleza– y te pueden sorprender al atravesarlos de numerosas y inimaginables maneras. Laberintos, muros, columnas, avenidas podadas no necesariamente como ardillas, elefantes, o humanoides… la poda es el arte de la topiaria y cambia la apariencia, perfila el marco y dirige la mirada. Y lo explico en detalle en esta entrada que escribí en su día: El momento de los Setos. Pero, ¿qué pasa con las flores?

 

Para nosotros, los occidentales, la topiaria tiene su origen en la jardinería romana y el Renacimiento italiano. El nombre deriva de la palabra latina topiarius ‘jardinero-paisajista ornamental’, creador de topia o ‘lugares’, palabra griega, que claramente evolucionó para crear en nuestra mente la imagen de los jardines del Renacimiento italiano con sus alineaciones y terrazas, junto a la eternidad del boj y majestuosidad del tejo que los dibuja.

 

Siempre me he negado a creer que en los Jardines Renacentistas no hubiera flores.

Una especie de desazón me rumiaba por dentro porque la imagen descrita e inculcada del jardín Renacentista no casaba con la cultura y el arte que se representaba en sus bellísimos tapices con praderas de millefleurs (cuya más famosa representación es la Dama y el Unicornio -se cree que realizado alrededor del 1500-), y a eso hay que sumar el auge del coleccionismo botánico, la llegada del tulipán en la segunda mitad del siglo XVI (gracias a De Busbecq embajador del Sacro Imperio Romano frente al Gran Turco) y multitud de otras plantas consideradas comunes hoy en día de nuestros paisajes y cuyo escenario no entenderíamos sin ellas… Chumberas y ágaves (América), rododendros y camelias (del Lejano Oriente), dalias, zinnias y claveles moro (América Central). Y esto sólo Yo rozando la superficie del Re-Nacer italiano

 

El Unicornio en cautividad, 1495–1505.
El Unicornio en cautividad, 1495–1505.

 

Esta sensación ha ido en auge con los nuevos movimientos naturalistas del norte de Europa. Y aparentemente esa frontera entre el jardín Mediterráneo -verde, si cabe, y seco- y el Norte Europeo -florido y mojado-. ¡Ejem! duro de tragar sin duda, y lo digo con la experiencia de haber vivido muchos años en Inglaterra (Sheffield y Oxford) y en España (Madrid y Sevilla). En el primero os aseguro no existe flor de otoño a primavera, pero lo que sí tienen ciertamente es un cuidado y esmerado programa de jardinería y motivación  (y dinero y agua) para darle la vuelta a la tortilla a partir de mediados de primavera y finales del verano hasta el comienzo del otoño.

 

Pero, y si os dieran a elegir entre:

  • ser princesa en una majestuosa finca con increíbles vistas pastorales, lagos y grupúsculos de árboles perfectamente colocados en la campiña inglesa (diseñado todo por el mismísimo Capability Brown) y un fabuloso y colorido mixed border veraniego para el jardín o el walled garden, ó

 

  • ser la Sultana de un pequeño y comedido jardín florido, fresco y caluroso a la vez, rodeado de muros, con un rumor de agua, frutos colgantes y luz ardiente en la Alhambra de Granada…

 

¿Qué elegiríais? Sin duda ¡Sultana! Tan claro tengo esto, como sentía la contrariedad de un jardín italiano renacentista sin flores. Una especie de desarraigo cultural que sin explicación alguna hay que asumir como parte de la historia.

 

Así que cuando me topé con el libro de Humberto Pasti: Jardines. Los Verdaderos y los Otros el mundo volvió a ponerse derecho y lo entendí. Entendí por qué quiero ser Sultana.

 

Entendí la farsa. Entendí porque hoy en día todo el mundo cree que el Jardín Renacentista era un jardín puramente verde y sin flores y sin color -la razón misma, no ya mi sensación de incredulidad y asombro ante semejante afirmación contraria a la riqueza capaz de poseer un jardín-. Una mentira que sólo nos ofrece la mitad del pastel, dejando el mejor trozo para aquellos cuya imaginación no sucumbe a la realidad que ven sus ojos. O mejor dicho, a aquellos que sabían perfectamente lo que llevarse de aquellos jardines para dar luz a un sombrío mundo brumoso. (Una explicación, he de añadir, también muy ligada a nuestra férrea cultura mediterránea y nuestra manera de hacer cosas maravillas y otras que rayando en lo cutre poseen una gracia y una naturalidad que bien nos entierra o nos coloca en la gloria misma).

 

Cito literalmente un extracto de su libro.

 


Humberto Pasti: Jardines. Los Verdaderos y los Otros

(Extracto)

 

La historia de los jardines, nacida en el siglo XIX, durante la época romántica, siempre nos ha enseñado que, a diferencia de los jardines nórdicos, consagrados todos a las flores, los famosos jardines a la italiana, con sus cuevas y sus senderos bordeados de boj y esculturas, excluyeron las flores de su diseño. Los jardines arquitectónicos, los jardines verdes, organizados en la alternancia de llenos y vacíos, luces y sombras, no estaban dispuesto a caer en la «vulgaridad» del color. Esta idea es evidentemente falsa.

 

¿Cómo  es posible que no hubiera flores, cuando desde el primer renacimiento en adelante éstas no hacían más que florecer en la  pintura, en la literatura y en las artes decorativas italianas? ¿Jardines italianos sin flores, mientras Angelo Poliziano canta «a las violetas y a los lirios, bellas y rencillas flores» de un «verde jardín»? ¿Mientras Torquato Tasso inventa el increíble jardín de Armida -hechicera sarracena que crea un jardín encantado para Rinaldo, guerreo fiero y decidido pero también honorable y guapo del que se enamora, y retiene prisionero de amor en el jardín (sobre este personaje de Tasso giran numerosas óperas como por ejemplo la Armida de Joseph Haydn)-? ¿Mientras Sandro Botticelli pinta La Primavera? ¿Mientras Mario dei Fiori retrata en sus exuberantes naturalezas muertas claveles y narcisos, nomeolvides y peonías, lirios de día y malvas? ¿Y las colombinas? ¿Y los martagones? ¿Y los famosos «terciopelo ajardinados» que tapizan las salas y los muebles de la Génova barroca, donde, en medio de guirnaldas multicolores, destaca siempre, inconfundible, descarada, la más turca de todas las inflorescencias, la Fritilliaria imperialis?

 

floresLa Primavera -Sandro Boticelli-

 

No resulta plausible que las flores no existieran en el lugar donde es más lógico que fueran cultivadas, es decir, en el jardín, en el período en que los artistas y artesanos que las inmortalizaron constantemente, las reproducían por todas partes, de las sillas a los frontales de altar.

 

Si el jardín italiano clásico (a diferencia del inglés y del nórdico) ha llegado hasta nosotros «verde» y nada más, es porque Italia, tierra de príncipes y de mendigos, nunca conoció la ley hereditaria que lega todos los bienes a los primogénitos (como en Inglaterra) ni tampoco una clase media lo bastante culta, apasionada y sobre todo rica, capaz de satisfacer sus pasiones (como en Flandes y Holanda). Así que entre los siglos XVIII y XIX, después de siglos de divisiones patrimoniales, nuestros nobles resultaron demasiado pobres para seguir plantando flores carisísimas y «abandonaron» sus jardines, sintonizándose involuntariamente con el estilo romántico que se estaba afianzando también en Italia.

 

Si tenemos la suerte de ser admitidos en un jardín a la italiana conservado, con estatuas y boj y tejos podados como Dios manda, que haya logrado salir indemne de la Belle Époque, el Art Nouveau y el fascismo, nos hallaremos frente algo parecido a un edificio clásico -un templo griego, unos baños romanos- o a un grupo estatuario. A pesar de las heridas del tiempo, la forma y la estructura siguen allí. Es la monocromía la que es falaz. Columnas y metopas, frisos y frontones, tapicerías y aparadores, estaban todos completa y suntuosamente pintados; como polícromos, o intrincados mosaicos de colores brillantes; así eran aquellos jardines que han pasado a la historia como «verdes».

 


 

Estaréis conmigo en que al Jardín Mediterráneo también le toca ya Re-Nacer, ¿no? y encontrar un estilo propio derivado de sus propias influencias y de su cultura. Mirando hacia fuera sí, pero también hacia dentro. 

 

 

 

Referencias.

1. Umberto Pasti. Jardines. Los Verdaderos y los Otros. Ed. ELBA. 2010. Dibujos de Pierre Le Tan.

2. Wilfried Hansmann. Jardines: Del Renacimiento y el Barroco. Ed Nerea. 1989.

 

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